Un domingo de octubre pusimos el reloj a las 5 a.m. para pasar el día en uno de los nevados más lindos de México, en donde el cielo se ve más azul y el viento susurra con una fuerza que me hizo sentir más viva que nunca.
Emprendimos el viaje desde la ciudad de México, 12 personas unidas por una montaña, desmañados pero motivadas por compartir la aventura, desconectadas de lo urbano y sin expectativas más allá de encontrarnos con la naturaleza y caminar unas horas en el Nevado de Toluca. Un café, un croissant relleno de dulce de leche y una cobija fueron nuestros acompañantes durante el trayecto.
En las faldas del Nevado, con cascos y bastones puestos, empezamos el camino para conquistar la cumbre a 4,680 metros sobre el nivel del mar. Tres horas y media de subida con nuestros corazones latiendo más rápido, la hidratación acompañando y la cabeza resintiendo la falta de oxígeno.
Paso a pasito, uno, dos, uno, dos, como dicen “lento pero seguro”, disfrutando el paisaje, compartiendo historias y risas. Conociéndonos y admirando la belleza de la montaña. El sol intenso, las nubes blancas y gigantes dejando ver por detrás el azul hermoso de ese cielo despejado, asomándose por encima de la inmensidad de la montaña y los colores café y naranja que visten el camino lleno de minerales desprendidos del cráter que habita el corazón de este mágico lugar.
Unas cuantas paradas, traguitos de agua, mordida de nuestras baguettes con pesto y sabores deliciosos reponen las calorías perdidas. Unas cuantas fotos y a seguir viendo a lo lejos el pico hacia el que íbamos, maravillandonos a la vez de la majestuosidad de la montaña que nos cobijaba transitando sus faldas.
No hacía frío como pensábamos, muchas capas de sobra y el calor de la caminata nos hacía parar a quitarnos chamarra, gorros, los guantes… mientras nos acercabamos a esa punta que veíamos cada vez más cerca, sintiendo el viento y el corazón latir.
Continuamos dando pasos inclinados sobre un terreno arenoso, escuchando pláticas con las que conectas, sonrisas de felicidad, maravillados por lo que nuestros ojos veían y sin darnos cuenta, estábamos en la cumbre de nuestro Nevado. Solos por todo el camino, la montaña, nuestras pisadas, el viento frío y el silencio que me envolvía y me llevaba a conectar con nuestra esencia, de ahí venimos.
Arriba es tiempo de admirar todo, las lagunas, los azules, verdes, cafés, un cuervo volando, un brownie delicioso y el disfrute de la cumbre. Ahí coincidiendo con otros pero a la vez conectando conmigo. Compartiendo y viviendo el momento que nunca nadie nos quitará.
En la montaña sentimos incomodidad, frío, calor, piernas cansadas, a veces dolor de cabeza, dolor de rodillas al bajar, pero a la vez demasiada felicidad, conectar con lo más profundo de nuestro ser, y una emoción difícil de expresar que se siente expansiva, armoniosa y que te llena de energía vital para poder con lo que sea.
Qué sería de la vida sin la incomodidad que nos hace crecer, evolucionar, sentirnos vivos y al final de cualquier reto como esta cumbre, pasa el dolor, el cansancio y llega una satisfacción infinita con el corazón expandido.
Paola Vilchis